El ingenuo soñador (XV).
Soy consciente de ser,
un perfecto imperfecto.
Me he quedado sin saliva.
Tengo la boca completamente seca.
Mi arsenal de palabras se ha agotado.
Mi cerebro es incapaz de hilvanar una sola frase.
Lo he dicho por activa.
Lo he repetido por pasiva.
Pero no me escuchan.
Quizás es que no comprenden.
A pesar de mis claras intenciones.
De mis considerables esfuerzos por hacerme entender.
He repetido hasta la saciedad que no me interesa lo que me ofrecen.
No quiero, lo que con insistencia un día sí y otro también tratan de venderme.
Machaconamente, MUY MACHACONAMENTE.
Aunque sea muy bueno para mí.
Eso es, lo que quieren hacerme creer.
Pero no me lo trago.
A pesar de los supuestos beneficios que puedo obtener.
¡No quiero más ofertas!
¡No me interesan más gangas!
¡No me gusta la perfección!
Ni la busco.
Me quedo con mis defectos, sin dudarlo.
Ni los vendo, ni los cambio.
Los quiero todos y cada uno de ellos.
Son míos solamente.
Viven a mi lado desde hace mucho tiempo.
Creo que les he cogido cariño.
Y se irán cuando tengan que hacerlo, no antes.
Y mucho menos por Decreto-Ley, de otros.
El camino de la perfección no está señalado en mi recorrido.
La carretera de la santidad no aparece en mi hoja de ruta.
La autopista hacia el cielo, al menos la que yo conozco, todavía la están asfaltando.
Prefiero mi bendita imperfección, aunque me lleve por sendas llenas de baches, piedras y charcos.
Quizás me moje los pies de vez en cuando.
Puede que en otras ocasiones tropiece y me caiga al suelo.
Incluso que con una mala pisada, me retuerza dolorosamente el tobillo.
Pero al final, cuando estamos atentos a los continuos giros del camino, se aprende de los propios errores.
Es la mejor enseñanza que la ruta diaria nos puede ofrecer para saber aplicarla nosotros mismos.
Fran Laviada