La reinvención de lo cierto (Capítulo 9).
Llaman a la puerta, abro y frente a mí, hay un individuo que se
empeña en venderme algo que ni me interesa, ni lo necesito. Insiste, y con toda
amabilidad le digo de nuevo que no, pero a pesar de ello, él, sigue con el
objetivo de colocarme su producto, que no es otro que la perfección,
pero yo le trato de explicar por activa y por pasiva, que prefiero quedarme
como estoy, que me gusta ser un hombre imperfecto, pero por lo que se
ve, no lo entiende.
No sé si lo hace intencionadamente, o en realidad, no se entera porque
es tonto del culo. Ya me he quedado sin saliva, e incluso tengo la boca
casi seca, de tantas explicaciones que le doy, pero parece que por las
buenas no me entiende, y por las malas, prefiero no actuar, ya que
me cuesta trabajo controlarme cuando tengo que soportar a alguien que me está
haciendo perder la paciencia. Además, ya no sé qué más decirle para que me deje
en paz.
Mi
arsenal de palabras se ha agotado y mi aturdido cerebro es incapaz de dar
órdenes a la boca, para que la lengua se mueva y pueda hilvanar alguna frase,
incluso aunque ya no sea muy coherente lo que diga, lo que quiero es terminar
con este asunto de una vez por todas, pero el agobiante vendedor no me escucha,
creo que hace tiempo, que ya ha dejado de hacerlo, tan solo insiste en repetir
el mismo sermón, una y otra vez, se sabe el texto de memoria, y supongo que
será el mismo para todo el mundo.
Cuando
después de casi una hora de conversación absurda, cierro la puerta, estoy
agotado, me duele la cabeza y me resbalan por la frente unas gotas enormes de
sudor, me siento hasta mareado. Tengo la sensación, de haber estado metido una
semana dentro de una sauna.
¡Menuda pesadilla! Por desgracia no es la
primera vez que me sucede. A pesar de mis claras intenciones y de mis
considerables esfuerzos por hacerme entender. He repetido a lo largo de mi
vida, y hasta la saciedad que no me interesa lo que me ofrecen. No quiero, lo
que con insistencia un día sí y otro también, tratan de venderme los predicadores
del bienestar eterno, los charlatanes de la felicidad permanente, los vendehúmos
de sueños imposibles, o los conseguidores de parcelas celestiales
inexistentes.
No quiero nada de lo que me ofrecen, aunque
sea (presuntamente) muy bueno para mí. Eso es lo que quieren hacerme creer,
pero no me lo trago. A pesar de los supuestos beneficios que puedo obtener. ¡No
quiero más ofertas! ¡No me interesan más gangas! ¡No me gusta la perfección!,
ni tampoco la busco, prefiero quedarme con mis defectos, sin dudarlo. Ni los
vendo, ni los cambio. Los quiero a todos y a cada uno de ellos, son míos
solamente y viven a mi lado desde hace mucho tiempo. Incluso creo, que les he
cogido cariño. Y se irán cuando tengan que hacerlo, no antes.
Tengo muy claro que el camino de la
perfección no está señalado en mi recorrido, que la carretera de la
santidad no aparece en mi hoja de ruta y que la autopista hacia el cielo,
al menos la que yo conozco, todavía la están asfaltando. Prefiero siempre mi
bendita imperfección, aunque me lleve por sendas llenas de baches, piedras y
charcos (siempre y cuando, que no sean demasiado profundos, no vaya a ser
que me acabe ahogando).
Quizá me moje los pies de vez en cuando, y puede que en otras ocasiones tropiece y me caiga al suelo. Incluso que con una mala pisada, me retuerza dolorosamente el tobillo, pero ese es mi problema, y yo decido cuando y como solucionarlo, si puedo, o si quiero.